jueves, 21 de junio de 2012

XLI 1990´s Viet-nam 2.7 - Viajes








Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos Asensi




2.7  Sapa, días de mercado y cortejo.


A los pocos días de llegar a Hanoi me encontré como suele pasar en estos viajes con fantasmas de otros viajes anteriores, una pareja de viejos conocidos italianos, con los que había viajado durante algo más de una semana en mi primera ruta por el norte de la India. Nos abrazos, intercambiamos opiniones y experiencias, reímos y sorbimos ruidosamente  café-chuas hasta que ya poco quedó por contarnos. Querían, antes de cruzar la frontera con Laos, subir a las montañas del noroeste, las más altas de Viet-nam, con una altura superior a los 3000 m. no pude resistir la tentación sabiendo que las tierras altas sirven de hogar a un buen número de los grupos que constituyen las sesenta diferentes minorías étnicas presentes en el territorio de la república socialista de Viet-nam.


Y es así como a los dos días partí con mis viejos amigos italianos en una furgoneta alquilada hacia las tierras de más allá de mi guía de viaje. Un viaje largo e incómodo ascendiendo lentamente por carreteras en ocasiones precarias, entre los arrozales. Era la época de la siega, el arroz estaba bien espigado y madura, y por todas partes familias y cuadrillas de agricultores cortaban haces de espigas, depositando las mies en unas esterillas de pita recogidas sobre sí mismas, formando un primitivo recipiente cónico que utilizaban para transportar el grano a las carreteras. Estas, a falta de maquinaria moderna que separase el grano y descascarillase el arroz, se utilizaban para tal propósito. Las ruedas de los destartalados autobuses y camiones se encargaban de hacer el trabajo, con una eficiencia asombrosa. A continuación los arcenes mínimos de la carretera servían de secadero para la cosecha que, finalmente, las mujeres barrerían  con escobillas hechas de raíces.


Sin embargo, a pesar de entretenimiento que nos procuraban las faenas de la recolección, el viaje, al ritmo monótono del claxon ronco del furgón, se hizo pesado. Siete horas más tarde, ya dentro de la provincia de Lao Cai, y mientras nos acercábamos a la cordillera de Hoang Lien, lo “Alpes de Tonkin”, como los habían llamado los franceses, el paisaje se fue afilando, los campos de arroz se espaciaron. Una vez que dejamos atrás la capital, hasta el tráfico de bicicletas y motos de pequeña cilindrada se redujo. Más y más se veía a los nativos en grupos y familias caminando por la carretera, cargados con hatillos en la cabeza, o con balancines (el tradicional palo que se equilibra con el peso de la carga distribuida entre dos canastillas de bambú) en la misma dirección que nosotros seguíamos, Sapa.  Cao-Bién, nuestro conductor, que también hacía las veces de guía, nos explicó en u inglés difícil, intercalado de expresiones vietnamitas, que durante el fin de semana habría mercado, una ocasión muy especial para los grupos de las montañas. Esa noche dimos con los huesos rabiosamente en la cama. Sapa, a nuestra llegada  no fue sino una palabra obsesiva, “dormir”, un catre, cualquier sitio donde dejar caer el cuerpo dolorido después de las quince horas de viaje.



  Contrariamente a todas las promesas que nos habíamos hecho la noche anterior, nos levantamos excitados y muy temprano, poco después de la salida del sol. Sapa estaba tomada por gentes de los Muông y los Tái, de los Giao y los Ngan, cada grupo ataviado con sus colores distintivos, negro para los Muông, rojo para los Giao, las dos etnias predominantes. Todo era algarabía y trueque, y puñados de billetes descoloridos de 200,500 ó 1000 Dongs cambiando continuamente de manos, se compraba y se vendía; el que venía cargado, se iba, después de vender su mercancía, cargado de nuevo, con todo aquello que le hiciese falta el resto de la semana. Se podía apreciar el ambiente festivo tanto de los locales como de aquellos que bajaban de las montañas de alrededor, una alegría, por lo demás contagiosa, que no me abandonó el resto del día. Aunque una y otra vez intentaba pasar desapercibido, todo en mí me traicionaba, así que, finalmente, renuncié a mi anonimato, y me lancé con una sonrisa como bandera a mi ocupación preferida de estos viajes, la compra, el regateo, el jugueteo. A los mayores, especialmente a las madres, me los ganaba intercambiando puyas con los mas pequeños, a los que, finalmente, regalaba un cochecito, o un lápiz, o un rompecabezas, o cualquier otro juguetito. Las jovencitas reían ruidosamente en grupos, y si las miraba a los ojos, ellas aguantaban la mirada hasta conseguir que me sintiera turbado por la intensidad hermosa y oscura de sus pupilas.



Todo el día había estado pensando a qué me recordaba este pueblo entre montañas, con la algarabía del mercado de fin de semana y el colorido singular de sus gentes y por fin, al final del fía, mientras mordisqueaba sin aprensión un bocadillo de un delicioso pan tierno y lo que parecía un paté de carnitas varias acompañado de tomate y cebollines tiernos con el exquisito toque finadle una ramita de apio, caí en la cuenta: el mercado de Chichicastenango en Guatemala, durante las fiestas de Santo Tomás. Eso era. Otro mercado propiamente nativo y festivo; igualmente vistoso y saturado de colores. Sonreí para mis adentros, felicitándome por el hallazgo. Claro, que faltaba el estruendo de las orquestas de marimbas, y los ríos de aguardiente indita, pero en esencia era lo mismo; días de mercado que van más allá de la pragmática del trueque y la compra-venta, para erigirse en imán de la vida social de los clanes locales. A medida que iba profundizando en estas reflexiones, más y más se me excitaba la curiosidad, de manera que para cuando, ya de noche, terminé con mi té, había decidido que, de la misma forma que hice en aquella ocasión en Guatemala, me daría una vuelta por el pueblo husmeando entre las calles más apartadas, donde las gentes del mercado parecían ir a buscar refugio para pasar la noche.



Después de coger en la habitación ropa de abrigo, anduve vagando sin rumbo fijo por las callejuelas de Sapa. Grupos de jóvenes paseaban celebrando abiertamente el fin de semana. Otros buscaban el refugio de las terrazas callejeras para enfrascarse en un juego de cartas, el tam cúc, me dijeron que se llamaba, y del que sólo conseguí aprender que la carta con el dibujo del general era la de mayor valor. Me introduje en un corro de niños para practicar, ante el deleite de los pequeños, el juego del “volante” una especie de badmington; en el que la pelota se sustituye por un tosco objeto de goma, compacto, rematado con una pluma. En lugar de raquetas, se utiliza el empeine del pie para golpear el “volante” dirigiéndoselo a otro jugador. Claro que por mucho que me descalzase, y que me demostrasen una y otra vez lo habilidosos que ellos podías ser, yo no conseguía hilar dos toques al “volante2 sin que se me cayera al suelo, o lo mandara un par de manzanas más abajo; así que finalmente, entre las risas de los más pequeños, tuve que retirarme del juego y seguir con mi paseo.



Había terminado por abandonar mis esfuerzos para hacerme entender en inglés, como lo había hecho (con resultados dudosos) en Hanoi. En su lugar utilizaba el lenguaje infalible del cuerpo: un movimiento de las manos, la mirada, la expresión del rostro o una sacudida de la cabeza siempre han sido mis armas para expresar los sentimiento más elementales o satisfacer las necesidades más básicas.  A veces, cuando utilizo mi propia lengua, lo hago mimando las entonaciones y suponiendo que las palabras van dejando un reguero de expresiones en mi cara. De esta forma, y con la imprescindible ayuda que siempre ofrece en contexto de la situación, no he tenido grandes problemas hasta la fecha.



  Pero lo que más me impresionó aquella noche, fue otro “juego”, que me resultaba conocido, pero a la vez curiosamente distinto. Fugazmente vi por el rabillo del ojo como dos jóvenes con los que me acababa de cruzar, agarraban a una muchacha, separándola del grupo. La niña (porque no debía de tener más de 15 años), se defendió muy tímidamente, pero ninguna de sus compañeras hizo intento alguno por detener a los dos muchachos o pedir ayuda; es más, me pareció escuchar lo que podía ser una risita de complicidad. No le hubiese dado más importancias al asunto de no ser porque la escena parecía repetirse aquí y allá en el extremo del pueblo en el que me encontraba. No salía de mi asombro ante lo que, indudablemente era una forma de cortejo muy, pero que muy peculiar. No es exactamente que fuera un cortejo violento; pero aún así, tenía un algo evidente de rapto de la mujer. Sospechaba, sin embargo que, de alguna forma, había in consentimiento implícito de éstas. Las mujeres, a lo sumo, se revolvían torpemente para, finalmente, dejarse conducir par el hombre y desaparecer en una calle oscura, o en las sombras de un portal, o entre los puestos desmantelados y sombríos de la plaza central del mercado. No podía salir de mi asombro ante la repetición de una escena que si bien tenía, a la luz de nuestros prejuicios occidentales, un algo de animal, reflejaba, en esencia, una ternura inefable.





  Picado por la curiosidad, me olvidé hasta de la ética básica de la discreción, y seguí, protegido por las sombras, a una de estas parejas. No parecía que me hubiera equivocado. En cuanto se creyeron libres de miradas ajenas, empezó el auténtico cortejo, cuajado de caricias y arrumacos. No tardaron mucho en llover los besos y caricias más íntimas. Había en todo ello algo de tierna urgencia. Me emocioné casi al mismo tiempo que me avergoncé de mi papel de voyeur.  Aprovechando un momento en el que ambos amantes daban su espalda a mi escondite, me deslicé silenciosamente siguiendo las sombras de las cabañas. Un gemido sensual e impaciente fue lo último que escuché antes de alejarme de aquel rincón amoroso.

Aún me quedaban, enredadas en la vergüenza de mi indiscreción, dudas referentes al papel que la mujer desempeñaba en todo el proceso. ¿Sería el suyo, como en tantas otras culturas, un mero papel pasivo? ¿Podría negarse la mujer al hombre que la “acosaba” si éste no era de su agrado? Más aún, ¿tenían las muchachas libertad para arrastrar a los hombres que les gustaban de la misma forma que había observado hacer a éstos? Y todavía  se me ocurrían otra infinidad de preguntas muy pero muy occidentales del tipo, ¿Qué ocurriría a la mañana siguiente? Como sea que el frío húmedo de las alturas me pesaba más aún que la curiosidad, decidí volverme al hotel, donde me encontré a mis amigos conversando ruidosamente con nuestro acompañante vietnamita. Les comenté mis hallazgos, y ellos rieron con ganas mi desvergüenza. También Cao Biên festejé mi curiosidad reafirmando muchas de mis observaciones.



  Aparentemente los fines de semana de mercado cumplían esa doble función de avituallamiento y emparejamiento. El resultado, en todo caso, dependía de lo que ocurriera aquella noche, aunque, lo más posible, es que si querían seguir viéndose, tendrían que esperar hasta el siguiente fin de semana de mercado. Ahí no acababa, sin embargo, el ritual del cortejo. Cao Biên nos explicó con gran paciencia y haciendo equilibrios entre el inglés y la lengua vietnamita, que mis amigos automáticamente me traducían muy libremente al italiano, que en una de las etnias, creo que los giao, las familias de los hombres seguían practicando la costumbre de secuestrar a la novia que consideraban apropiada para el hijo. Si la “novia” no se escapaba de su encierro en tres días, se la consideraba apta para el matrimonio con el hijo. Pero, de nuevo se me venían a la cabeza preguntas torpes. Por ejemplo ¿tenía la novia secuestrada alguna posibilidad de escaparse?, ¿o era acaso el suyo un encierro carcelario, o más bien retórico?

Había ya casi decidido que, también  en las culturas de las tierras altas, era el hombre el que se imponía a la mujer, pero nuestro guía me dejó una vez más con la duda en la boca al afirmar que la mujeres giao podían tener relaciones con uno o más hombres de la comunidad, siempre y cuando el cortejo tuviera lugar en el mercado, nunca en la casa o en la aldea. Pensé inmediatamente, por la lógica de los tiempos, en el impacto que el SIDA pudiera tener sobre la población nativa. Nuestro anfitrión no supo responderme. En lugar de hacerlo continuó hablando del cortejo en los fías de mercado. Tradicionalmente se admitía que a los hijos fruto de estos encuentros, se les quitar la vida recién nacidos si la mujer no estaba casada. Me quedé perplejo por la revelación y decidí no seguir preguntando. Eran demasiado detalles que mi mente, sazonada de prejuicios y estereotipos de corte occidental, no podía procesar de forma objetiva y coherente.





 























 









































 
































viernes, 15 de junio de 2012

XLII 1990´s Viet-nam 3.7 - Viajes





Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos Asensi





3.7  Bahía de Halong: cuando el dragón bajó de las montañas.



Dice la leyenda que había una vez un dragón en las montañas, y que un buen día el dragón, que era un poco frívolo, se le ocurrió que también él podía irse a echarse unas nadaditas en la playa; pero, como a la mayoría de los mortales, por el camino le entraron las prisas, y  en su carrera impaciente, su enorme rabo, agitado y contento, iba cavando valles y hendiduras en la tierra, hasta que finalmente, llegó a la costa. Loco de alegría, el dragón se zambulló en el océano, mientras el agua inundaba todas aquellas zonas que su rabo había socavado, quedado a flote sólo pequeñas zonas de las tierras altas. El Tarasque, que es el nombre por el que se le conoce al dragón, encontró las aguas tan a su gusto, que decidió permanecer allí.



  Me parece casi una explicación plausible para uno de los paisajes más mágicos e inverosímiles que haya conocido en mi vida, la bahía de Halong, en el golfo de Tonkin, una bahía sembrada de islotes, cubiertos por una capa de vegetación tropical, y perfilados caprichosamente por vientos y mareas. Sólo hay dos lugares en el mundo que haya podido comparar en belleza a este “bosque de islas”; los islotes de Guilin en la China, y el mar que se extiende entre Krabi y la isla de Phuket, en Tailandia. Y si este último paraíso sirvió de escenario sobrecogedor para el rodaje de las escenas finales de El hombre de la pistola de oro, uno de los clásicos del cine de suspense con Jame Bond al frente del reparto, mucho más reciente se filmaron en la bahía de Halong escenas de otra película maravillosa, Indochina.


Mis amigos italianos, antes de despedirse en Hanoi, me habían asegurado que los problemas de movilidad y control policial habían desaparecido cuando, en abril, se habían suprimido los visados internos, permitiéndose el libre acceso a los turistas a la mayoría de las regiones, lo cual no hacía sino facilitar mis planes de bajar, haciendo tantas escalas como hiciera falta, por la costa vietnamita, hasta Ho Chi Minh City. Pero antes necesitaba zambullirme, como el dragón de la leyenda, en las aguas de la bahía de Halong. Mi intención era la de buscar, entre los tres mil islotes, uno cualquiera, anónimo pero habitado, para pasar un par de días en ellas buscando, quizás, la forma de hacerme a la mar con algún pescador, de la misma forma que había hecho unos meses antes en el pueblecito pesquero musulmán del islote de Ko Panyi, en la bahía hermana de Phang Nga, al sur de Tailandia. Por desgracia, nunca basta con las intenciones, y ante el hecho de que apenas si un puñado de ellas estaban habitadas, y de que no había barco o ferry que te permitiera el acceso, tuve que rendirme y finalmente, reengancharme, en el puerto industrial de Haiphong, a una excursión organizada desde la capital, que hacía un recorrido turístico entre los islotes y grutas más conocidas.



Cuando dejamos el muelle, la niebla aún cubría todo el horizonte de la bahía; el calor era bochornoso, y yo andaba rabiando y maldiciendo por la cubierta de la embarcación. Si me hubiera informado mejor, hubiera podido retrasar mi viaje al sur, y de Haiphong podía haber saltado a la mayor de las islas de la bahía, Cat Ba, que si estaba habitada. Desde el norte de la misma, uno de los marinos empleados en el bote, me había asegurado que se podía tomar un ferry que recorría, sorteando las islas, en aproximadamente un día, la distancia hasta Hong Gai, al otro lado de la bahía. Y encima, aquel tiempo de mierda, no se veía ni para cantar. Media hora más tarde, sin embargo, la niebla comenzó a levantarse y, de la nada, empezaron a surgir, a un lado y otro de la embarcación, los espectro de islotes, primero asomándose tímidamente en un fondo brumoso, para, de repente, dibujarse nítidamente durante tan sólo unos segundos, a nuestro paso, y desaparecer nuevamente tan pronto el barco los había  rebasado. El espectáculo, encerrado en ese manto espeso de calima, era ciertamente sobrecogedor. Hubiera jurado que el Tarasque, el dragón de la leyenda, podría emerger en cualquier momento. Olvidando completamente mi frustración empecé a imaginarme que estaba en el cuarto oscuro ante las cubetas; que los líquidos del revelado eran el mar, y que el horizonte no era más que una fotografía que poco a poco iba revelando, primero descubrieron los contornos vaporosos de una línea quebrada de palmeras; a continuación definía imprecisamente la silueta de los peñones hasta que, finalmente, los islotes se desprendían durante un segundo rápido de sus gasas de niebla.



Durante algo más de una hora navegamos en este mar de fantasmas y sólo la fascinación de las formas me hacía olvidar el calor agobiante que ni siquiera la humedad conseguía aliviar. De repente, noté como una brisa peinaba mis angustias, y en menos de cinco minutos, había barrido, como con prisas, los últimos jirones de niebla. El sol, muy por encima ya de la línea de un horizonte, bautizó a la bahía con una gama de colores brillantes: blancos, azules, verdes, ocres y cobrizos, que sustituían a la monotonía tristona de los grises. Alguien, a mi costado, gritó “la isla de las maravillas” en un francés cerrado. Y en verdad que aquel mar era el mar de las maravillas.

























 

XL 1990´s Viet-nam 1.7 - Viajes






En el año 1993 seducidos por las historias de otros viajeros durante nuestro anterior viaje por Tailandia, Viet-nam era un país recién abierto al turismo, cargado de historias y leyendas por descubrir, decidimos que este fuese nuestro viaje-proyecto, en aquel otoño una vez más decidimos encontrarnos Javier y yo a mediante camino, él desde California y yo desde el Levante de la península ibérica, por nuestra disposición de tiempo, decidimos que yo caminara primero para luego encontrarnos en mitad del viaje, en Saigón. Javier me sugirió que llevará un bloc de notas, para que escribiera al final de cada día, y a mi manera, las anécdotas que fuesen sucediéndome, aparte de seguir haciendo fotografías, que realmente era mi lenguaje, más que el escrito.
  Entré a Viet-nam por Hanoi, vía Bangkok (Thailand) donde pase los primeros días resolviendo todos los temas burocráticos, visado etc., desde Hanoi, fui discurriendo camino del sur hasta Saigón, donde semanas mas tarde llegaría Javier para terminar viajando juntos por el Mekong, de paso que tomara el relevo de la escritura, con todas aquellas anotaciones, apuntes y experiencias, acabamos desarrollando lo que fue nuestra primera edición en papel, y que en aquellos años se convertiría en uno de los primeros libros en castellano sobre Viet-nam, este es el relato de aquel viaje-colaboración, espero lo disfrutéis:








Viet-nam; y sin embargo cuentos
Texto: Javier Santos Asensi




0.7  Viet-Nam: Cuentos para después del embargo

Es curiosa la manera en que nos sorprenden aquellos lugares soñados cuando, finalmente, nos encontramos cara a cara con ellos. Al llegar a Hanoi, recuerdo que me esperaba una ciudad apagada, agotada, en la que uno tendría que leer entre líneas el esplendor y la grandeza de sus gentes. Quizás el hundimiento de las utopías comunistas y una visita previa a la Habana me habían hecho generalizar una saturación de aislamiento, carencia y agotamiento. No fue así.



La primera imagen que tengo de Viet-Nam, una vez cumplimentados todos los trámites en la aduana y tras compartir u taxi con una pareja francesa y una muchacha sueca, es la de una ciudad bulliciosa y hermosa. No había nada del paisaje urbano estropeado por las cicatrices de guerra que yo había imaginado. Probablemente estos recuerdos pertenecían a la memoria errante de otro viaje, que ya creía olvidado, al sector oriental de Berlín, tal y como lo conocí en 1979, antes si quiera que los más perspicaces analistas políticos entrevieran la posibilidad del desplome del telón de acero: solares donde se acumulaban basuras, fachadas cercenadas y otras que escondían a sus espaldas un espacio vacío, con un sorprendente parecido a los decorados cinematográficos de Hollywood californiano.


Nada de todo eso. Hasta el calificativo de “ciudad” le viene holgado a Hanoi, ya que, al contrario que muchas otras capitales asiáticas, no es una ciudad abrasada por la especulación, elevándose en torres de estética monstruosa, colapsada por el tráfico y envenenada de humos y ruidos. Los edificios más altos no alcanzan ni a acariciar el cielo en esta ciudad escasa que, a poco que la pedalees porque Hanoi es, eso sí, uno de esos lugares privilegiados donde a todas partes se llega en bici, y son las bicis las que, sin titubeos, organizan el fluir del tráfico en las calles), se diluye en un horizonte de arrozales y huertos frondosos.

Algo similar ocurre con ese aire de resignación y desencanto que anticipa en sus moradores. Es totalmente engañosa la severidad revolucionaria que una supone en una nación cuya historia es la historia de una liberación sin tregua (chinos, franceses y americanos han sido vencidos por el pueblo vietnamita que, aún después de la toma de Raigón en 1975, encontró fuerzas para rechazar una ofensiva china e la frontera del norte, e invadir la Cambodia sanguinaria de los Khmer rouge). Al contrario, la impresión que me dejaron mis primeros encuentros con los locales fue la de risueña franqueza, excelente disposición para ayudar y lógica curiosidad por todo lo extranjero, sobre todo entre los más jóvenes, que no vivieron las atrocidades de la guerra vietnamita.



Gran parte de la actividad laboral y familiar se desarrolla en las aceras, y, en muchas ocasiones comunalmente, una tradición muy arraigada en las culturas tropicales y en general en aquellas regiones tórridas donde las altas temperaturas justifican este tipo de vida menos reservado, de puertas afuera. Y aun más, es cierto que en estos últimos años entre los vietnamitas, sobre todo en los habitantes de la capital del sur, Ho Chi Ming (todavía conocida por muchos como Saigón).

Los vietnamitas, doy fe de ello, gustan de dar largos paseos a pie o en bici, son excelentes bailarines (posiblemente una de las pocas naciones asiáticas donde se conserva el gusto colonial por los bailes de salón) y no dudan en espaciar sus actividades para tomarse sin prisas un té o un café (que se sirve en una tacita-colador especial para que el cliente lo filtre a su gusto) en la innumerables terrazas que animan las callejuelas del Barrio Antiguo de Hanoi, claro que, después de tomarse un cafecito en el Café  Nhan, Café Hoy, Café Bong o Café Giang, inevitablemente, uno piensa en la tradición heredada de los cafés parisinos, pero si es cierto que el café fue introducido en el S. XIX por los franceses, no menos cierto es que el disfrutar una comida o de un té amargo en las terrazas exteriores de los locales ha sido siempre una parte importante del estilo de vida de las ciudades vietnamitas.



También puede apreciar uno en las ciudades un gusto y un cierto refinamiento en los modales y en el vestir, que acerca a los vietnamitas más a la estética deslumbrante de los tailandeses que a la idea (no necesariamente acertada) que siempre hemos tenido de la estética sobria y pragmática del realismo socialista. Para hacerse una idea de ello hasta con ver a una joven estudiante pedaleando de vuelta del colegio, asombrosamente erguida sobre su bicicleta, protegida del sol por una pamela de pita rodeada por una cinta y tocada con una flor; guantes, muchas veces altos, hasta el codo y los faldones de la blusa de su Ao Dai (vestido tradicional de las mujeres vietnamitas que consiste en dos piezas de tejidos vaporosos y transparente, una blusa blanca o azul celeste, abierta en ambos flancos hasta más arriba de la cintura, y acabada en largos faldones, que se viste sobre pantalones del mismo material y color blanco o negro, ajustados a la cintura pero muy holgados en sus camales) recogidos cuidadosamente, sobre el sillín y el manillar.


 
 A todo ello hay que sumar unos más que aceptables niveles educativos, una de las conquistas irreprochables del estado socialista, que se basa en la erradicación del analfabetismo a través de un buen sistema gratuito y obligatorio de escolarización en los niveles primarios. Este logro, que se evidencia especialmente en las zonas rurales, contrasta con las altas cotas de analfabetismo en otros países del Extremo Oriente con un desarrollo económico muy superior al de Vietnam.




1.7  Hanoi; la ciudad en una curva del río



Pero volvamos al principio, a Hanoi, como ocurre en la mayoría de las ciudades que se encuentran entre los trópicos, los edificios ofrecen un cierto aire de descuido y desolación debido no tanto a la desidia como a las lluvias y a la persistente humedad. Los colores se desdibujan, el lucido se oscurece y grandes manchas de moho se descuelgan por las fachadas dando una impresión de dejadez y abandono. Y sin embargo, no se puede decir de Hanoi que sea una ciudad sobria o triste. Al contrario, los lagos que han dado fama a la ciudad, sus amplios bulevares con árboles alineados y sus numerosos parques le dan un encanto muy peculiar, que se agudiza al acercarnos al centro. Al lado norte del lago Hoan Kiem (también conocido como el “lago de las espada retornada”), y limitando al oeste por los vestigios de la primera ciudadela fortificada del Vietnam, Co Loa, está el barrio Antiguo, la Cité Indigéné de la época colonial francesa, un autentico museo arquitectónico con manzanas enteras de edificios que retienen mucho del encanto provincial francés de las primeras décadas del siglo. Todavía, en una tradición que se conserva ininterrumpidamente desde el siglo XV, las calles se organizan gremialmente, y así, cada gremio, cede su nombre a la vía, en la que se sitúa: calle de la seda, del papel, del pescado hervido, de los joyeros, de los objetos votivos, y así sucesivamente en una lenta y casi imperceptible ascensión al edificio del mercado Dong Xuan, ligeramente elevado sobre el resto de la ciudad.


Al contrario que lo que ocurre con Ho Chi Ming City (tal y como se rebautizó a Saigón, la antigua capital de la República del Sur de Vietnam, tras su caída en 1975) hay un gremio ausente de las calles de Hanoi, el del turismo. Comparativamente con el sur, el turismo del norte pasa casi desapercibido: de hecho, se empieza a evidenciar una falta de plazas hoteleras para el potencial turístico de la ciudad, aún tímidamente  encerrada en sí misma. Aunque esta situación no se mantendrá por mucho tiempo, ya que especuladores y constructoras con base en Singapur, huyendo del saturado mercado inmobiliario de Raigón, han apostado fuerte por Hanoi, invirtiendo cientos de millones de dólares en los lugares más privilegiados de la ciudad. Así en 1995, cuando se complete la construcción del Centro Internacional, el céntrico lago Hoam Kiem se verá flanqueado por un monumental complejo de oficinas. No muy lejos de allí por las mismas fechas, el Hanoi Plaza, un centro comercial rodeado de aparcamientos y oficinas sustituirá a la actual zona de tiendas y comercios tradicionales. La prisión de Hoa Lo, también en el centro, y más popularmente conocida como Hanoi Milton ya que albergó a los prisioneros de guerra americanos durante el enfrentamiento, desaparecerá para dar paso a la Hanoi Tower, un hibrido que incluirá un bloque de 22 pisos de oficinas y un hotel de 14 pisos. Por ultimo, en torno al popular West Lake anegada en la actualidad por las aguas.   Posiblemente, para cuando todas estas obras mastodónticas estén concluidas, en el lago Hoam Kiem ya no quedarán fotógrafos de alquiler, ni parejas vietnamitas posando en actitudes tiernas, ni familias numerosas riendo nerviosamente y proclamando un chuói (banana en el lenguaje vietnamita; cheese para los anglófilos, o patata para los más latinos) cacofónico ante la cámara.


 No quedan, sin embargo, retos de ese proverbial recelo hacia el extranjero-intruso por parte de la población de Hanoi tal y como había leído en una guía con anterioridad a mi viaje; si acaso, una despreocupación no reñida en ningún momento con la hospitalidad, mucho más genuina que en el sur. Es en Raigón, y no en Hanoi, donde uno es atosigado por vendedores ambulantes y ciclo-taxis que se anuncian a dólar la hora a la vuelta de todas las esquinas. En Hanoi, por el contrario, la gente e afable y, a pesar de su evidente inferioridad económica respecto al sur, no parecen estar muy preocupados por el mundanal ruido de la economía de mercado. Y no puedo evitar, al escribir estas líneas, recordar mi primera visita al que sigue siendo mi restaurante favorito en Hanoi, es Tosapinos, sencillo pero limpio, y no demasiado concurrido. Thinh, la camarera que me atendió, se sentó junto a mí, y como viera que no comiera con celeridad, ella misma, suponiendo mi falta de pericia con los palillos, se encargó de darme de comer. A los postres, intento, después de apartar unas mesas y sillas, enseñarme unos paso de baile. Me costo no pocos esfuerzos hacerla entender que lo mío no eran precisamente los valses.


Pero mi lugar favorito en Hanoi, no deja de ser el paseo a orillas del Red River, en el puente Ghuong Duong, lejos de las pagodas y del impresionante mausoleo de Ho Chi Minh, lejos también de los grupos de turistas australianos, israelitas o europeos. Allí uno se deja llevar por el baile de luces cambiantes, por los reflejos lechosos del río, más del color fangoso del cacao chua (cacao con leche) que el bermelló0n nominal. Y es fácil que se te caiga la tarde encima, observando el ajetreo de los juncos de madera y bacaza de caña de bambú, o embriagado por el rítmico tuctuc de los motores de las barcas “de cola larga”, entre las que se deslizan nenúfares náufragos. No en vano, en 1931, el Emperador Tu Duc, llamó a esta ciudad Hanoi, “la ciudad en una curva del río”